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Juan Gallego Benot: «Siento que hay una confianza extrema en las imágenes, y quiero empezar a poner eso en cuestión»

En esta entrevista, Juan Gallego Benot (Sevilla, 1997) habla de lo imposible que resulta eludir la urbanidad en la vida moderna, de que la esencia de las ciudades impacta en nuestra conciencia colectiva, y de que no sólo se trata de vivir en un espacio concreto, sino de interpretarlo y comprenderlo. Para ello, y agotadas las imágenes, quizá nuestra última baza sea el lenguaje poético.

El protagonista de La ciudad sin imágenes (La Caja Books, 2023), que es el propio Juan Gallego Benot (Sevilla, 1997), «tiene una enfermedad en la mirada. Es incapaz de reconocer las caras y recordar los espacios. Camina y las avenidas se retuercen sin llevar a ningún sitio. Pasea y la memoria colapsa ante las plazuelas, los callejones y los parterres. Para él, la ciudad es un laberinto que se renueva a sus espaldas. Cuando se gira, ya es otra». Quizás por eso, «el espacio del encuentro, que siempre me ha resultado más interesante que el encuentro mismo, necesita de (…) juegos lumínicos para provocar la visión, que no es intercambiable por la imagen», tal y como Gallego Benot experimenta. En esta entrevista, desde luego, es en lo que más empeño hemos puesto: en crear un espacio donde no perdernos -o no demasiado, al menos- y poder charlar tranquilamente acerca de las ciudades, la imaginación y el lenguaje, tanto visual como poético.

PREGUNTA: «En el campo somos más discretos en nuestro carácter de ciudadanos (…). Pero la ciudad estará aún en nosotros, inseparable de nuestro impulso colonialista (…). La ciudad permanece en cada cuerpo, estructurando células y enladrillando hasta las costumbres más básicas y los sentimientos más abstractos», declaras en uno de los capítulos finales de La ciudad sin imágenes. Supongo que en esta entrevista hablaremos de muchas cosas: de poesía, de urbanidad, de orientación espacial, de imágenes y de palabras, por supuesto; pero, antes de empezar, ¿hasta qué punto crees que va a mediar en tus respuestas esa ciudad que «permanece en cada cuerpo»? ¿Tan incapaces somos de huir de ella, de verdad?

RESPUESTA: Sí, o al menos ese es el principio desde el que intento dar estructura al libro. La urbanidad no es un fenómeno externo ni algo que podamos evitar hoy. No tiene que ver exactamente con haber nacido o vivir en una ciudad, sino más bien con reconocer que toda nuestra forma de convivir y de entender el espacio parte de la conciencia de que la ciudad existe y que su existencia establece las condiciones de nuestros modos de habitar. Intento insistir en que vivir en el campo o irse al campo no pueden implicar un “olvido de la ciudad”, ya que este es imposible. De hecho, creo que esto es algo que tienen muy claro las personas que se han ido a vivir al campo siguiendo preceptos ecosocialistas en un sentido pleno. Es justo en las aportaciones teóricas que explican la necesidad de otra relación con lo que entendemos a partir de la etiqueta de “lo rural” en las que más claramente se percibe que la ciudad no puede ser negada o rechazada de plano. Esto lo explica muy bien Bruno Latour. Me parece más político y, sobre todo, más moderno y menos peligroso, partir de la ciudad como algo inevitable e inescapable. A partir de esa idea inicial pueden pensarse alternativas a todo lo que implica la ciudad. Un rechazo legítimo a la vida que la ciudad ofrece debe plantearse a partir de la ciudad, no contra su existencia. Además, yo quiero plantear mi propuesta literaria para aquellxs que no pueden irse de la ciudad, para lxs que la huida no es una opción o, incluso, para lxs que la ciudad es la única oportunidad de vida que tienen. Y, finalmente, quería escribir contra esas propuestas contemporáneas que hacen del campo un lugar en el que se supone que las lógicas de la urbanidad no han penetrado. Esa visión, que es falsa, también parte de un privilegio obsceno. En el campo, la urbanidad ha penetrado con igual fuerza que en la ciudad (en uno de los capítulos hablo de que la invención del campo y de la ciudad es simultánea y moderna); si uno puede negar esa realidad y pensar que ha huido hacia la “naturaleza virgen” es simplemente porque su privilegio le permite pasar por alto toda esa urbanidad.

P: El origen del ensayo lo encontramos en un diagnóstico: Prosopagnosia, «un problema en la memoria que dificulta la fijación de imágenes en mi cerebro», cuyo síntoma más angustioso es, tal y como tú mismo admites, «la incapacidad de fijarme en un espacio y reconocerlo; es decir, no tengo lo que se conoce comúnmente como “sentido de la orientación”. Las calles por las que camino no conducen a ningún lugar: no sé qué hay detrás de cada esquina».

En  Rayos (Blackie Books, 2016), de Miqui Otero, su protagonista, Fidel Centella, sufre algo parecido: «Las personas como yo, con un sentido de la orientación artero, con una topographagnosia que me aconseja abrigando los más viles desenlaces, con una capacidad para trazar mapas cognitivos nula, suelen recluirse. Les da miedo moverse, porque de repente están perdidos. Un pestañeo y algún tramoyista cabrón ha movido todo el decorado. Las personas como yo, digo, suelen replegarse, sumergirse en libros y discos, limitarse a pisar los escasos metros de su habitación donde pasa todo y donde nada sucede. Y, sin embargo, me muevo. Y, sin embargo, mis lazarillos son los Rayos», escribe Otero; dándole, así, el pistoletazo de salida a la trama de la novela. En tu caso, dinos: ¿cómo de fuerte es el motor de ese «sin embargo»? Para lanzarte a recorrer las calles, a pesar de todo; pero también para contarlo.

R: Me ha gustado mucho el fragmento; gracias por acercarme a esa novela. Me gusta la idea del tramoyista o del geniecillo maligno, que yo intento evitar en el libro para no dedicar mucho tiempo a la búsqueda de culpables. El «sin embargo» es la premisa moral del libro. Estamos en la ciudad de una forma casual y extraña, somos la muchedumbre, estamos arrastrados en ella y vivimos solo a través de ella, y eso es terrible, pero tiene también algo de milagroso, de mágico. El protagonista de La ciudad sin imágenes está perdido en un mundo que no reconoce, pero que, de todas maneras, lo constituye. Él está lanzado a la ciudad, rodeado de edificios que no comprende, en espacios que se inventan continuamente. Hay algo mágico en todo esto, o algo extraterrestre. Se confunden un mareo externo (esa sensación de no identificarse con nada, de no hacer memoria) y un mareo interno (un mundo que define al personaje en su inestabilidad, pero que le da su única forma posible, que le otorga refugios en espacios que parecen no serlo y que le genera dolores de cabeza y también una angustia profunda). A pesar de lo patológico de esos mareos, el personaje es capaz de vivir sin sobreponerse, sin adaptarse ni acostumbrarse. En ese sentido, es un héroe continuamente fascinado por el mundo. Mi «sin embargo» es una pugna, quizá algo infantil, por mantener esa fascinación, por expandirla. Se parece un poco a la idea formalista de la desautomatización del lenguaje: la ciudad no puede naturalizarse, no puede constituirse como paisaje. Se hace extraña siempre, sobrecogedora, terrible y magnífica. Como los rayos.

P: Para ti, los «rayos [y truenos]» -pero de «la percepción»- son las imágenes, que «se entremezclan de tal manera que hacen imposible una urbanidad habitable». En la poesía, no obstante, has tratado de «encontrar -aún sin demasiado éxito- alguna trampa que paralice las imágenes y las sostenga, aunque sea brevemente, entre las redes de la palabra (…). Sustituir ese terreno de la confusión por un lugar cerrado en el que el lenguaje dome los delirios de la urbe». Cuando admites que las imágenes son demasiado rápidas, y que las palabras son demasiado lentas, ¿qué quieres decir?

R: En realidad, no es tanto una división entre palabras e imágenes lo que busco, sino entre la percepción de las imágenes (en un sentido cognitivo) y la producción de palabras, el acto mismo del habla. En un primer lugar, siento que hay una confianza extrema en las imágenes, y quiero empezar a poner eso en cuestión. Pablo Caldera y yo hemos estado trabajando este año en un libro sobre Harun Farocki, el cineasta alemán que nos enseñó a desconfiar de las imágenes. Farocki puso en duda a las imágenes y las acusó de colaborar con la industria armamentística, con la reproducción ideológica, con la vigilancia de cárceles y lugares de represión… Su labor me ayudó a pensar en nociones arquitectónicas que tenían que ver con la restauración o con la infraestructura, con mostrar o no la intervención y la temporalidad de los paisajes que se nos presentan como inmóviles o «clásicos». Es natural que haya terminado pensando en materiales literarios que puedan oponerse a estas ideas de permanencia de algunas imágenes, como «contraimágenes». Por supuesto, las palabras no son tampoco fiables, pero sí pueden servir para pelearse con las imágenes, para disponerse en contra de ellas.

Juan Gallego Benot (Sevilla, 1997). Imagen tomada por JEOSM y cedida por La Caja Books.

P: Una solución podría ser el «poema sin objeto, un poema de infraestructuras, un poema que solo exista sosteniendo (como el cántaro de Valente existía solo conteniendo), pero que nada sostenga». O el «refugio de la metáfora», con su capacidad de «aceptar la traslación y la confusión», tal y como tú mismo remarcas. Sea como sea, y aunque no sepamos su nombre -o, incluso, no lo hayamos inventado-, ¿qué cualidades debería de adoptar el lenguaje para ser capaz de combatir contra las imágenes y adueñarse del espacio?

R: Hay una voluntad en el libro de dar forma teórica, por un lado, a lo que creo haber estado haciendo en mis libros de poesía y, por otro, a aquellos asuntos que me han empezado a interesar más, pero que aún falta mucho para dar sentido en los poemas. Ese proyecto parte de una voluntad de hacer infraestructuras con palabras, palabras que solo soportan otras, o que rechazan los encuadres. Últimamente pienso mucho en la poesía como andamio: esa estructura que siempre es un durante, que tiene una temporalidad muy concreta y que solo está destinada a acompañar, a servir de apoyo, que concentra el trabajo, la labor, a las personas que lo llevan a cabo, y que sin embargo siempre se concibe como incomodidad antimonumental, como periodo feo de cualquier edificio. Esto no quiere decir que la poesía tenga que ser fea, pero sí me apetece ahondar en una temporalidad diferente, que creo que puede proporcionar la palabra poética. Cuando digo lo de «un poema que exista solo conteniendo, pero que nada sostenga», lo que deseo es formular ese andamio sin que el edificio sobre el que trabajo aparezca, sin que tenga relevancia ni pátinas. No me interesa adueñarme de ese espacio que deja la monumentalidad, sino permitir su hueco, que el poema se deshaga con él, que lo abrace sin asfixiarlo. Por eso estoy tan obsesionado con los mapas en mis poemas: no por las ciudades que representan, sino por el ejercicio de invención que suponen.

P: Todas estas elucubraciones me recuerdan a Parménides, a su teoría sobre el ser y el no-ser, o a la filosofía Walt Disney © de «si puedes soñarlo, puedes hacerlo». Porque, ¿qué ocurre con aquello que ni en la imaginación somos capaces de sostener? Parménides diría: «Ni puedes conocer lo que no es, pues no es factible, ni expresarlo», pero ¿no habría otra salida?

R: Es un peligro, claro que sí. Yo intento darle salidas porque tengo fe en el lenguaje de la poesía. En primer lugar, yo no soy un filósofo del conocimiento y no sé si los procesos mentales pasan necesariamente por la formulación de imágenes fijas. En todo caso, que nuestro protagonista no sea capaz de establecer conexiones fuertes entre palabras e imágenes (no sabe adscribirle un nombre fijo a sus amigxs; no reconoce si el edifico que tiene enfrente es la catedral o el casino) no quiere decir que no imagine. Imagina, pero desde una desconfianza clara por la permanencia de esas imágenes en su cerebro. Hay una incomodidad en el conocimiento cuando esto sucede, claro, porque es como si todos los días tuvieras que averiguar la forma de llegar a casa, y eso es incómodo y poco práctico. Sería más cómodo recordar el camino y no tener que pensarlo, automatizar ese proceso. Aquí, los procesos son más difíciles de automatizar, pero en esa incomodidad aparecen otras oportunidades, otras formas de ver. La prosopagnosia que tiene el protagonista del libro es una enfermedad y él sufre y no es feliz. Su vida es muy difícil y carece de esas imágenes que todxs atesoramos y que forman parte de un álbum de emociones (la cara de nuestra abuela, un beso de amor, el momento en el que nos dieron esa buena noticia…). Son imágenes fosilizadas, falsas, inventadas en un grado variable, pero nuestras emociones se reconocen y se recogen ahí y las necesitamos.

Este sufrimiento, que no es deseable, también nos da unas pistas sobre aquello que hemos naturalizado y que tal vez también sea peligroso: esas imágenes que hemos inventado y tomado como auténticas, esos símbolos que nos han llegado a representar y que nos terminan esclavizando, esa visión concreta de la historia. Creo que el lenguaje poético puede, si es bueno, jugar a darle un buen meneo a esas imágenes rancias que se han quedado fijadas en nuestra memoria.

P: «La urbanidad es contaminante; negar la ciudad es contaminar en otro sitio», anotas en el capítulo de ‘La excursión’. Y es curioso, porque cierras la obra pasando por el mismo sitio -y sin muestras de hacerlo perdido, eh-, añadiendo: «Si trabajamos con herramientas contaminadas, ¿hasta qué punto es posible evitar que esa contaminación ascienda por nuestras manos y acabe manchándolas?». Además de la ciudad, ¿qué otras herramientas contaminan los discursos y las palabras?

R: Este asunto de la contaminación siento que lo he convertido en metáfora muy pronto, porque al final puedo caer en una cierta defensa de la pureza de la palabra ¡y eso jamás! Supongo que hay algo de pensamiento romántico, de querer salvar algo que nos sirva de compañía, que no nos dé miedo. Escribo una tesis en retórica y considero que los discursos no son ajenos a su contaminación, pensar que hay algo así como “un discurso puro” y “un discurso impuro” va un poco en contra de mi educación académica. Lo que intento explicar en ese final es que creo que hay que ser muy consciente de los lugares de los que partimos cuando escribimos o cuando hacemos algo artístico. Lo que no es tolerable es fingir pureza: hablar con nostalgia de la vida en el campo de nuestros abuelos sin ser conscientes de que es esa distancia, ese “no ser ya de campo” lo que permite la nostalgia… Eso es contaminación. La contaminación suele producirse al intentar utilizar herramientas antiguas en un elemento nuevo y pretender que la falta de adecuación entre una cosa y otra es culpa de lo nuevo, y no de que nuestras herramientas se han quedado anticuadas. La poesía comete muchas veces este error.

P: ¿Y qué sucede con las imágenes? Al ser fugaces, ¿son inmaculadas?

R: No, son impuras, gracias a dios, igual que las palabras. La temporalidad de unas y otras no afecta a su pureza, que siempre es un término peliagudo. Es muy importante no confundir permanencia con limpieza, ni pensar que lo que consume el fuego es más limpio. El polvo y las cenizas tienen un aspecto similar.

Portada de ‘La ciudad sin imágenes’ (La Caja Books, 2023), de Juan Gallego Benot.

P: «Son pocos los lugares de la ciudad que se pliegan a las duras exigencias de mi laberinto mental», confiesas en ‘El refugio’. Precisamente, uno de ellos es el museo, donde todo está donde tiene que estar, donde no abundan los cambios ni los forasteros. Al margen de ser una cuestión «de velocidad, de superposición, de ritmo», ¿cuánto tiene la (des)orientación de (des)orden y (des)concierto?

R: El museo es un espacio que se ha convertido en fundamental en mi vida desde hace unos años. Yo vivía en un pueblo lejos de Londres e iba todos los fines de semana a la National Gallery. Allí pasaba horas y se convirtió en un lugar en el que confiaba más que en mi propia casa. Era una ficción, claro, porque un museo no deja de ser un lugar de paso, incómodo, con una temporalidad y un orden estrictos. Pero esa contradicción me ayudó mucho a valorar el desorden y la desorientación de afuera como espacios que no requerían de la disciplina del museo. Hoy me da mucha paz pensar que el museo no es un lugar ideal y que su idea de canon, de comisariado o de orden están también sometidas a esa urbanidad y a ese desconcierto. Aunque parezca mentira, al pensar en el museo como ”refugio” no intento sacralizar el espacio, todo lo contrario. Las preguntas que intento plantear son, al igual que la cita de Dido de la que hablo en el libro: «¿de qué huyes cuando vienes al museo? ¿Contra qué se supone que debe protegerte?».

P: Volviendo a Miqui Otero, que escribía sobre la «Desorientación espacial. Desorientación existencial. Desorientación al despertar. Desorientación letra», ¿cómo crees que afecta el orden (mental) -y su falta- a que un autor se sienta ubicado -o desubicado- dentro de sus textos? Además, ¿qué importancia tiene esto? Tanto para él, que es el que escribe, como para quienes lo leemos.

R: No sé si tengo una respuesta satisfactoria, porque es algo que me preocupa también. Yo no quiero ser ininteligible, bueno, creo que no lo soy, aunque siento que mi desorden a la hora de pensar puede generar a veces sensación de falta de explicaciones o de argumentos. A veces, no tengo herramientas para dar forma a esos argumentos, pero creo que la idea por sí misma puede parecerle interesante a alguien. Otras veces, siento que la sucesión ortodoxa del argumento puede complicar el asunto y prefiero ser sucinto y claro que ortodoxo. Entiendo que, si fuera más académico, intentaría que el argumento llegue hasta el final, con sus pruebas y contraargumentos bien definidos, antes de avanzar a la siguiente casilla. Pero sigo prefiriendo, con sus limitaciones, una forma de pensamiento más literaria, más poética o narrativa que argumentativa. En el libro de poemas creo que se entiende bien por la propia forma de la poesía, que trabaja con los huecos, y en el ensayo intento suplir una extensa explicación de cada punto, o de citas a pensadorxs, con la ayuda de la narrativa y del género del cuento.

P: En el capítulo ‘Calle Menor’, más allá de los objetos que lo componen, nos recuerdas que el espacio es un lugar conformado por personas que cohabitan, coexisten y cooperan -más o menos- entre ellas. ¿Lo olvidamos, acaso, con demasiada frecuencia? ¿No nos estaremos convirtiendo los sujetos en paisaje, y la ciudad -con sus dinámicas capitalistas y gentrificadoras-, en el epicentro de la escena? Si es así, ¿de qué formas podemos oponer resistencia?

R: Es algo que estoy pensando mucho ahora. Que seamos sujetos con cierta agencia no evita que nos conviertan en paisaje o que de pronto seamos un reclamo turístico, o incluso que participemos de ese reclamo, convirtiéndonos en “sujetos-anuncio” o “sujetos-paisaje”. ¿Cuál es nuestra responsabilidad o nuestra culpa ahí? Pongo un ejemplo del dilema: la labor de lxs artistas en la gentrificación de un barrio, como ha pasado recientemente con el barrio de Carabanchel en Madrid o con el entorno de la calle Feria-San Luis en Sevilla. Lxs artistas no pueden permitirse vivir en el centro de las ciudades, así que montan sus estudios en estos barrios obreros. Los estudios atraen a más artistas, y a restaurantes nuevos, y se adornan algo las calles, y se montan fiestas, se abren galerías… Y el barrio se gentrifica, suben los precios, y vuelta a empezar. ¿Hasta qué punto lxs artistas han participado de ello? Pues lo han hecho: ¡con su gusto culinario, con sus horarios, con su romantización de las tiendas del barrio o de las fruterías, incluso hablando en sus obras de ese barrio en el que ahora viven! La revista Time Out hace un artículo explicando lo cool que es el barrio y en dos días está Tecnocasa echando a todas las abuelas y a los inmigrantes. Con las obras públicas pasa igual: peatonalizan una zona obrera, ponen un jardín y un paseo… y eso hace que suba el suelo, que se eche a la población racializada y que entren jóvenes profesionales del tercer sector a vivir. ¿Formas de resistencia? El movimiento vecinal, el sindicato de inquilinas, la solidaridad en el barrio y la voluntad de convivir y de entender las formas de vida de las personas que estaban ahí antes que tú. No son suficientes, pero es lo que tenemos de momento. Y una mínima sensibilidad con lo que expones en tu galería con paredes blancas inmaculadas al lado de la tienda de alimentación y del bar del barrio. Y con el neón. Que Tecnocasa sea el mal no quiere decir que tú no colabores (y en ocasiones, hasta te lucres), aunque sea de forma relativamente involuntaria. Otra solución posible es irse a zonas posgentrificadas (que fueron gentrificadas hace unos años y ahora están un poco muertas; el precio al final es igual que en otros barrios recientemente condecorados con la insignia de lo cool). Es fuerte y raro, pero a lo mejor vivir en Malasaña hoy sea menos nocivo que hacerlo en Carabanchel.

P: Como epitafio de la conversación, me gustaría incidir en una frase sublime, con la que resumes el modo en que has aprendido a sobrellevar, y a darle la vuelta, incluso, la prosopagnosia, que dice: «Veo más de lo que veo». Porque, en el fondo, en eso consiste mirar, ¿no? A los que aún no sabemos, enséñanos, Juan: ¿cómo podemos empezar a ver más de lo que vemos? ¿Qué actitudes -y aptitudes- debemos adoptar frente a lo ajeno?

R: Ahí estoy pillado. En el libro utilizo “ver” y “mirar” porque mirar tiene esa cuestión educativa a la que no sé reaccionar muy bien. Y no me considero con la potestad de ser maestro de miradas, que suena a oculista metafísico. A mí las personas que me están enseñando a mirar son aquellas que me quieren: mis amigos, mi pareja. Ellxs son los que me redirigen la mirada. Tal vez iría por ahí. Yo creo que ver más de lo que se ve está relacionado con una cuestión de superación de la vista, de esa desautomatización de la que hablaba al principio, y también una perspectiva emocional por la que es posible cambiar de tercio, dislocar un poco la jerarquía de las imágenes. Y eso creo que se logra en compañía y preocupándose por entender lo que los otros ven que yo no termino de ver.

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